Febrero 2014
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Pizarra / acrílico
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En junio del pasado año me curré una serie de pizarras que a modo de cascote descansaban en un vertedero a las afueras de Leganés. Me dió por lo abstracto (y/o lo cubista, si puedo llamarlo así) sin motivo aparente y las realizé como un primitivo, sin boceto, sin estudios, sin nada. Para qué pensé, la intuición parecía funcionar frenéticamente, la lucha encontraba el arma perfecta del color y yo vertía mi desesperación en la bella y olvidada superficie de la pizarra.
Y así pasa lo que normalmente pasa, que no son gran cosa. Me consuela pensar que al menos es un inicio -que no es poco. Por otro lado, y en otro plano de lectura, representaba un nuevo planteamiento sobre mi persona. Y la tarea sigue. Ahora, tiempo después, pienso que con menos colores funcionarían mejor, y por supuesto, sin el exceso de barniz acrílico que en partes había aplicado para proteger la pintura de posibles inclemencias.
Todo es cuestión de convicción personal, y cuanto más las miro menos me convencen, así que apartaré la vista de ellas. Me están cansando tanto que siento una extraña repulsión. La posibilidad de transformarlas, de dar por inútil el tiempo y trabajo empleados en ellas, es lo que me provoca esa repulsión. He de saber que tengo que respetarlas como a mí mismo, a mirarlas con cierta distancia, a pensar que son el testimonio de un episodio de mi biografía.
Me faltan los detalles finales: limpiar la superficie y repensar los fondos, repasar algunos colores y contornos, pintar las alcayatas, y tal vez preparar unas cajas que a modo de soporte final y marco recoja la pieza para darle un mejor acabado. Casi ná, para no acabar en la vida. Menos mal que ya pienso en episodios. La obra siempre está por delante y el final ya es lo que menos me importa.
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