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Me encuentro esta demolición paralizada en medio de un polígono industrial, y sólo pienso en El Charly, en mi Aliado y en Chernovil. Estas ruinas son quizás el último testimonio de una edificación que conoció su decadencia a finales del pasado siglo y que cumplió su papel en la sociedad de principios del siglo XXI.
Presumiblemente, el edificio fue abandonado a mediados de los años noventa, convirtiéndose así en víctima de la crisis que azotó al país tras las olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla del 92. La empresa quebró y el edificio empezó a ser desmantelado hasta quedar largos años con gran parte de la estructura al descubierto. Poco a poco fue transformándose en refugio de bandas, de yonquis y de seres de lo más marginales.
Fue un templo del mal, de eso no cabe duda. Por su aspecto actual cualquiera diría que ha pasado a ser una verdadera catedral consagrada a un dios destructor y demente que se devora a sí mismo, o a un demonio agónico, especializado en estados de conciencia en coma. Como en otras ocasiones, la ruina excita la imaginación y elucubra no pocas historias tenebrosas y macabras. Una abadía derruida donde el diablo mora y resiste a base de captar a jóvenes insensatos para sustraerles su sangre y sus drogas. En sus sótanos se amontonan sacos de donde sobresalen huesos y cabelleras desgreñadas.
Hoy, estas ruinas, son el zombi en pie que me narra al oído sus inverosímiles memorias.
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