Gris, frío y cortante como el invierno, como el asfalto, como el horizonte, como la afilada frontera del quitamiedos. Los paisajes desde la carretera me han cautivado desde que el pasado noviembre un viaje de trabajo me obligó a salir de la burbuja de casa. Bendigo al trabajo, a la carretera y al amigo que me proporcionó ambas escapatorias.
Las imágenes que me interesan integran paisaje y carretera, sin disimular en absoluto mi condición de copiloto, de pasajero absorto, y sin evitar los numerosos elementos que intervienen en semejantes fotografías, en especial todos los relacionados con las indicaciones de carreteras y autopistas.
El desplazamiento a gran velocidad me obliga a estar atento y a tener la cámara del móvil activada, preparada para captar el siguiente punto de interés, que a menudo me sorprende por adelantado, captando la imagen inmediatamente posterior. Carne de papelera, pensaba.
Y así ocurre otra cosa a la prevista. Me frustra constantemente, hasta que lo acepto tras cientos de imágenes congeladas. Sucede que el instante es otro con la velocidad y que para atrapar lo esperado se debe entrenar la sincronía del ojo que mira, del cerebro que elige, el dedo que dispara y la cámara que congela.
Solo tienes un instante fugaz para disparar como un furtivo en el noche. Luego está el otro deleite, el de la sorpresa, el de ver la presa capturada. Contemplar el paisaje que atraviesas a toda caña mientras el mismo paisaje te atraviesa a ti mismo como una flecha fantasma con punta de algodón envenenado. Comprobar que esa imagen contemplada no se parece a nada a la esperada. Es cazar a la princesa en vez de al gamo. Aunque quizás la una era la otra, o las dos el mismo ser al mismo tiempo, tal y como cuentan algunas inverosímiles y desacreditadas leyendas.
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