Mayo 2004
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El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, puede ser una adicción, una costumbre que nos cumple y nos culmina en el acto creativo. El arte puede ser una paternidad, una genética que emanamos y que imprimimos en el acto de amor y desesperación que lleva toda relación con la creatividad. Así lo intentamos guardar, valorar, mimar, y, llegada su edad adulta, vender. Saturno nos protege, lo sabemos de sobra. En su descomunal órbita danzamos como guerreros, y portamos sobre nuestras mentes las coronas de sus satélites anillados.
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No sé lo que es el arte, ni lo sospecho. El arte es uno de esos conceptos que aceptan tal multitud de acepciones que prefiero callar cuando se me pregunta por él. El arte como disciplina, como ciencia, como análisis, como interpretación del mundo, como terapia, como valor de cambio. Para mí, joven aprendiz, existe la magia del juego, la maestría inalcanzable que no se explica porque en ella hay bondad y hay amor; la luz que canaliza y recoge las inquietudes del alma y las angustias del cuerpo; el pulso que responde a la ágil decisión de la libertad ejercitada; el canto que emerge en mitad del silencio como un susurro de paz, o como el alarido doloroso del que siente y sufre en medio de este mundo. No sé lo que es el arte, ni siquiera lo sospecho. Esa es mi trampa, mi fingimiento, mi coartada. Aislarme dentro de una cápsula desde donde no saber nada permite hacer, tomar un camino, el propio, y avanzar.
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Pero ante todo, el arte es una fiebre, un enjambre en la cabeza del artesano que le conduce a inclinarse hacia producciones inútiles. Una vez que el hombre (en sus estadios más arcaicos) se ha asegurado el sustento de la unidad familiar, una vez que el hombre ya tiene cumplidas sus partidas para la vida, puede tomar las desviaciones del cielo y conquistar su alma: ese territorio que sobrepasa y sobrelleva lo humano, esa cosmovisión que rebasa y atrapa el conocimiento. Amasándolo con su intuición se convierte en sanadora locura, en demencia clarividente, en fiebre y agua, en juego y compromiso.
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Hoy en día, en el mundo contemporáneo, el arte es un medio más para ganarse la vida, una moneda de cambio; pero el artista suele estar del todo ajeno a esos medios. ¿Cómo es posible?,-me pregunto una y otra vez. Las creaciones de alto valor personal toman un precio incalculable. Pero ya lo decía antes que, una vez llegada la edad adulta de la obra en su relación filial con el autor, este debe venderla, cómo debe permitir (incluso impulsar) el padre la salida de casa al hijo y augurarle buen porvenir tras su educación. Ese es su cometido genético, cómo artista y cómo padre. El mercado gira al margen del artista, así debe ser, pues si no se convertiría en mercader y mercenario de sí mismo, algo que, por otra parte, es un verdadero logro en nuestra época de capitalismo feliz al que han llegado artistas archi reconocidos como lo fue Salvador Dalí , rebautizado por Bretón como Avida Dollars (sediento de dinero), o como actualmente hace Damien Hirst con sus subastas.
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La cuestión es si el artista es imprescindible para la sociedad o sólo es un producto de moda y fama que lanza el mercado y la crítica. Desde mi punto de vista el artista es absolutamente imprescindible para el hombre, no tanto para la sociedad. ¿Por qué? El artista es aquel ser que posee la capacidad para crear una nueva visión del mundo y del ser humano que a la vez sea fiel a la realidad y a su tiempo, bien cómo celebración o cómo maldición. (Pero esto es sólo un aspecto de su importancia radical. Dejo para otra ocasión el papel del artista como eslabón de una tradición que nos habla de cánones y armonías como las leyes que persigue el hombre virtuoso, dueño de sí mismo y de su conciencia de vivir). Así pues el artista transmite el espíritu de su tiempo a través de su ser, y proyecta su ser sobre una imagen que contenga ese espíritu y ese tiempo.
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El arte contemporáneo es un marasmo de teoría y extrañamiento insólito. Tanto es así que hoy nadie entiende el arte actual. Pudiera ser una forma encubierta de dominio social, en tanto en cuanto es tremendamente elitista y exige de una formación, lectora al menos, para su comprensión. El arte actual apesta a intelectuales y a argumentos detestables que abogan por lo perplejo y por otras naderías espantosamente superfluas, reconocidas tanto por los galeristas como por las más altas instancias culturales: los museos. Últimamente encuentro excrementos barnizados en oro, derramamientos de color sin criterio alguno, todo ello símbolo inequívoco de la sociedad de consumo y del estado de las instituciones correspondientes. Pero la gente no dice nada, prefiere hacer colas y poner gesto de interés y falso entendimiento. La modernez es sólo idiotez, acallamiento aborregado de lánguidos jóvenes que, como yo, frecuentamos los museos.
Hay cosas que se salvan por supuesto, no querría caer en crueldades excesivas, pero sí al menos hacer un esbozo del panorama general, pensando sobre todo en las últimas exposiciones de las principales galerías madrileñas y del Reina Sofía.
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Pero hermanos, no os engañéis, ya lo decía Jorge Oteiza, "el arte está en el hombre"; en su corazón, en Saturno, en las cuevas, en los estudios, en las fraguas, en las canteras, en el papel, en la piedra. En los espacios donde la soledad reconoce su divina existencia y reclama y denuncia con fervor la vida.
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CMR, 8 Junio, 2010
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