2012
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Mis piedras levitan sobre el océano del tiempo, y aunque os parezca mentira soy yo quien las mantiene suspendidas en lo etéreo. Claro que, el precio que me supone semejante desafío es mi propio hundimiento. Las cosas, las personas, las razones, los despropósitos y los imperios caen por su propio peso.
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Desentierro pedruscos de los hondos valles, hago rodar importantes peñascos ladera abajo y ladera arriba, cual obstinado Sísifo, y hago emerger de ríos y mares masas inquietantes de materia pétrea. Soy el malabarista del caos que pone en circulación pequeños magnetismos, un superhéroe de la Marbel o un hechizado muñeco de Disney. Soy la máscara que te pones para ser quien eres.
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Los riesgos de echar la imaginación a volar son múltiples y nada inofensivos. Quien pone toda la carne en el asador en dichos vuelos se la juega de verdad. Según la altura alcanzada la caída puede ser más o menos catastrófica.
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Atravesar el fuego y salir indemne es sólo una ilusión. Atravesar el fuego y arder. Convertirse en cenizas es sólo otra gran ilusión.
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Yo perdí hace tiempo toda razón y esperanza y aquí me hayáis, viejos amigos, en los prematuros estadios de una desolación prometedora. Batallo cada día por mantener con dignidad el pellejo y la rabia, por no hundirme más ni rendirme de nuevo.
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Quien parte cada día al espacio ignoto es también un burgués, pues aún duerme a cubierto. Me miro al espejo. Busco una estación espacial de tres estrellas, con cama y media pensión, a ser posible. Soy un astronauta de la vieja aristocracia de barrio, un jinete galáctico de poca monta en una gasolinera desierta. La tierra hoy no hay quien la pise.
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Intuyo que ya tengo asiento reservado a bordo del siguiente remolino: Madrid-Texas.