Recibo estas PEM como el que recibe un magnífico regalo, un galardón, un premio que me colma de frescor y de ensueño. El sólo acto de elevar la piedra y casarla en el paisaje imprime un poder inaudito a la imagen, un poder evocador que activa el lugar. Volver al reino Nazarí es un éxtasis para los sentidos. Volver a los palacios, de Comares, de Generalife, de Partal; volver a los patios, del Mexual, de los Leones, de los Cipreses. Volver a las salas, de los Abencerrajes, de la Barca, de los Reyes, de las Dos Hermanas; volver a los salones, a los baños, a los miradores. Volver a quedarse prendido en sus fuentes, volver a anidar en sus torres, volver a perderse y encontrarse en los tupidos motivos de su exquisita decoración.
Y es del todo un bien necesario que me sabe a gloria esa vuelta, ese volver a encontrar un testimonio de calmada belleza en medio de los fulgores revolucionarios de éstos días, que también tienen su belleza, pero son de otro signo. Contraer un compromiso cívico y asambleario no es fácil para quien encerrado en su individualismo extremo ha encontrado en la piedra sus señas de identidad. Ese ha sido el mal de mi tiempo, mi coraza particular ante la indignación que tanto hemos sufrido y callado. Sin embargo, también las piedras tienen su despiertar, y lo suelen hacer acontecidas de catástrofes naturales. Así, no es casual que lo volcánico y lo sísmico sacudan a la par mis adentros y los de la sociedad en general.
La Alhambra respira con pausa la voluptuosidad de su historia, mientras el guerrero, tras su reparador descanso, pasea pensativo por los jardines, escuchando cómo crece la hierba. No sabe sí volver a la lucha o pensar en la lucha que se ha de llevar. Las fuentes musitan el vago discurso del agua, y en ellas calmo ésta sed de belleza revolucionaria. El romanticismo me arrebata hoy, si, y no sólo por ingenuidad, sino más bien por justicia y necesidad.
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