Julio 2013
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Cada día que pasa compruebo que cada día tiene la manía de ser diferente, y yo la manía de hacerlos semejantes. Desde hace escasos días que me empeño en imitar al día a día por salir del sopor del estío, de la cinta en blanco y negro que derrite el calor de este horroroso verano. Esa cinta que es entre las manos la muda de la serpiente, y en la memoria el esqueleto de lo inmemorial.
Hermes se ha metamorfoseado en Itzamná, aparentemente sin razón alguna. A no ser que todo proceda del capricho, o que las razones sean de índole artístico. Del continente europeo y la mitología griega a Mesoamérica con la mitología maya. La máscara cambia de lugar y de rito, pero sigue representando un desdoblamiento humano. Centrar la atención en el otro es una manera de descongestionarse de uno mismo, y en este caso el otro, la máscara de Itzamná, es el espejo que te proyecta en el tiempo, el héroe que acude en tu ayuda, o el escudo que nos protege para cumplir la misión del momento.
Las piedras tienen el poder de viajar en el tiempo y el espacio, quizás porque siempre han estado en todo tiempo y lugar. Prácticamente en cada rincón del planeta existen ejemplos de cómo la piedra ha sido bellamente utilizada para perpetuar los mensajes más transcendentales de cada cultura y civilización.
Desde la creación de la imprenta las cosas han ido cambiando, las ideas viajan con más ligereza, de mente en mente, del papel al formato digital. Los estadios de la eternidad, afortunadamente o no, han quedado al margen del pensamiento humano de tal modo que a menudo todo es tan fugaz como vulgar. Para contrarrestar esta predecible volatilidad del ser la materia se propone a sí misma como tabla de salvamento. Es así como la piedra, una vez más, reclama lo que el hombre ha perdido: su noción de tiempo y de espacio.
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