Mayo 2016
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El viaje existe y se realiza en diferentes planos. De algún modo, el primer viaje es el que se imagina, el que tacha mapas y recela de planificaciones, el que sueña y se propulsa en naves y se autoimpulsa con superpoderes.
El segundo es el que, planteando la marcha, hace indagaciones sobre los territorios que ha de atravesar. Se estudian los relieves, las depresiones, los llanos, los fondas donde repostar, las posadas donde pernoctar, las ciudades donde perderse.
Pero quizás la parte del viaje que más me interesa es el impulso a realizarlo. El propósito, si hay alguno, y si perdura, pues a menudo sucede que el viaje es un pretexto para escapar de la rutina, y vivir otras vidas a partir de la observación de otros seres en otros entornos. Puede confundirse con el turismo, forma más mayoritaria de practicar dichos estares.
Imponer un plano al paisaje es racionalizarlo, estirparle de la magia de lo espontáneo. O no. Lo que ha de pasar pasará, aunque tengas la precaución de cien visores y la prudencia de Baltasar Gracian.
El miedo es una torpeza de la vida, un malentendido sin el cual daría igual vivir. He aquí donde aparece el viaje iniciático, el viaje al abismo de uno mismo, el viaje en espiral en torno a la nada. Hasta que surge la idea, el motivo, el gesto infinito que te dice quien eres y porqué no has de ceder ni un solo centímetro.
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