Tuesday, 31 May 2016

METEORITES (y otras impresiones espaciales)




Fotografía digital
Abril 2016

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I.

No querer hablar de una obra propia es proteger su integridad absoluta. Dices más cuando callas, -susurra la noche y el fantasma de Groucho Marx. Mi formación en historia y crítica del arte no es la hostia, ya lo sé, incluso a veces repudio de lo poco que sé para obrar como un salvaje y hablar desde dentro de la obra, sin limitaciones intuitivas ni conglomerados teóricos, procurando así evitar toda contaminación procedente del exterior. Pero es imposible. 

No querer hablar de una obra obedece a varios factores, y al temor a ser tomado como un tarado o un estúpido, aunque el arte contemporáneo tenga una carga teórica brutal y puede resultar hermético si no eres un experto o si inmediatamente no se recurre a la explicación de la obra. De hecho, el arte contemporáneo es fundamentalmente conceptual y el aspecto teórico es tan importante como el soporte físico, si no más.

Uno de los factores es la necesidad de cierto desprendimiento de la autoría, de la responsabilidad de tu trabajo artístico ante el mundo. La obra ya está hecha, ya es mayor, está formada por mí y debe prepararse para enfrentarse al futuro, a toda conciencia que se ponga delante. Mi trabajo ya está hecho y la obra empieza a vivir, en el caso que tuviera difusión y cierto éxito. En caso contrario, su futuro no deja de ser otro que el del resto de la mayoría de las obras creadas por el ser humano: el desdén del olvido, el letargo eterno del cajón, el frío y la oscuridad del almacén, el beneplácito del fuego.

Otro es el cansancio que provoca vivir atento a una obra ya creada, pues no olvidas que al ser tu el creador ves más que el resto. O eso es lo que crees. En realidad las exposiciones son necesarias para que el espectador desvele al autor algo que se le escapa. Algo de crucial importancia, como la solución de una ecuación delante de tus narices o la transmisión de una contraseña secreta para que una puerta oculta se abra ante ti y retomes el trabajo y el arte.

Desde el momento en el que hablas sobre tu obra, formas parte de ella, como si ella no fuera capaz de hablar por si misma. Es prestarla la muleta de la palabra sin que tuviera esguince alguno. Al mismo tiempo, no querer hablar de tu obra es como no querer hablar de tus hijos. Y no sabes si es por excesivo amor, vergüenza o porque sencillamente no los tienes y son ficticios. 

II.

La obra desde el momento justo que la das por finalizada te deja de pertenecer, por mucho que se empeñen las leyes sobre la propiedad intelectual. Las imágenes forman parte de la teoría de la ideas voladoras, que vuelan como dientes de león en el aire inmóvil de verano. Es fácil cogerlas, cual rubí en el pico de una golondrina. 

La gente roba imágenes todos los días y a todas horas. Yo mismo robo sin piedad, porque mis ojos tienen la sed de las cavernas, nuevas luces y nuevas sombras que devorar, el ansia de otros ritmos, la esbeltez de otras líneas, la robustez ingrávida de otros volúmenes.

III.

Hoy utilizo una tecnología cercana para profundizar sobre el negativo de la piedra, y encuentro la superficie de otro planeta. El negativo fotográfico me lanza al espacio en una centésima de segundo y me acerco a meteoritos, asteroides y cometas. Fuera de la Tierra sólo hay vacío, materia negra y piedras. Al cabo de otro segundo la piedra me lanza hacia el otro lado, y gira la visión en la inmediata superficie. Vuelta la mirada ya hacia otra realidad, se desvela el singular universo de lo diminuto y  lo microscópico. 

Como si el gran ojo de dios fuera un corazón pendular que nos lleva dentro. No somos nosotros quienes miramos a  la piedra, es al contrario, quizás la única que puede vernos íntegramente. Bajo los párpados el gran ojo de dios aparece y desaparece, se oculta y se asoma, te mira y te abandona. Va a ser que Nietzsche y Barthes estaban equivocados, y que ni Dios ni el autor están muertos.

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