El camino que atraviesa este pequeño desfiladero es una empinada cuesta que desemboca directamente en la finca
. La finca La Botella es un escueto conjunto de construcciones que da para mucho -ya lo veréis-, no quiero empezar a dar más pistas hasta que haya terminado la presentación.
no es del todo correcto, aunque el aspecto que ofrece invita a la imaginación a adentrarse por truculentos senderos, los cuales no ayudan demasiado a la hora de ofrecer la imagen real que aspiro a ofreceros. Quiero ceñirme a la realidad desde el punto de vista del cronista y no del investigador social, porque también nosotros -amantes de la ficción y el relato- tenemos en cuenta que la realidad es muchas veces más rica y potente que la imaginación. Hasta aquí todo bien y en orden.
¿Pero cómo ofrecer una imagen real de un lugar que nadie visita? Eso es lo que creemos a simple vista. ¿A quién le puede interesar cómo es y lo que hay en una finca ultradividida en parcelas? ¿A quién le puede importar lo que sucede en un
poblado-aldea-barrio donde no tienes nada que ganar y tal vez mucho que perder? Hay gente para todo. A nosotros nos gusta conocer los poblados más depauperados del sur de Madrid. Para la sociología y la antropología cultural son puntos sumamente interesantes de estudio, hervideros de una singular mezcolanza social que traza peculiares lazos de convivencia, aunque, como he dicho, no aspiramos a hacer concienzudos estudios. Así pues, veamos lo que se cuece.
II
Con el tiempo pensamos lo mismo. Cada rincón era un detalle de un precioso cuadro que mostraba una realidad dura e invisible. No se ve, pero está ahí, se intuye algo que nunca ha de ocurrir. Era por tanto, arte en estado puro.
Bottlerly Hill no es más que un
amasijo de chamizos emporcados y chapas retorcidas, un
poblado tan sospechoso como atractivo e intrigante. Sospechoso porque es desconocido, lo cual impregna todo de atracción -esa extraña repulsión- e intriga.
Con ello, nos pareció arriesgado grabar en medio de todo aquel entorno
sospechoso. Toda sospecha es hija del riesgo, del miedo, y todo riesgo entraña un encanto perverso, una celebración tétrica de la vida que únicamente obliga a una cosa: la superación del miedo.
A mi
aliado no se le pone nada por delante -por eso es mi aliado-. (A mi lado escasean los cobardes; su olor me repugna.) El caso -continúo- es que mi aliado sacó valor suficiente para enfrentarnos con asombrosa calma al hecho de grabar en tal inhóspito y sospechoso lugar. Vaya un profesional -pensé. Prudentemente recogió algunas tomas, algunas entrevistas, imágenes y testimonios de sus habitantes, de los cuales dio cuenta en
Matadero el pasado mes de mayo dentro del programa de Residencias Artísticas. El resultado final es
El Charly. Pero eso ya es pasado y la finca
Botterly siguen siendo presente.
Lo primero que llama la atención -a parte de su nombre- es su ubicación, su aislamiento, su incierta naturaleza de poblazo chabolista fronterizo al margen de la ley y el orden. Bueno, el orden parecía marcarlo alguien en la sombra. En las diferentes incursiones que hemos hecho nos han seguido desde un coche, a pocos metros. Eso intimida e incomoda y es -en toda regla- una tocadura de huevos para quienes inocentemente se osan a hacer unas preguntas sobre el origen e historia del lugar.
La finca La Botella tienen todas sus calles de tierra y solo cuatro o cinco edificaciones superan los dos pisos.
Robert, el hijo de la casi centenaria
Sofía, se afana en limpiar las
calles de papeles y porquería, porque según afirma el Ayuntamiento los tiene olvidados. La correspondencia llega una vez al mes, si acaso. Viven en la casa más
noble de la zona, un viejo caserón desvencijado. Parece ser que fue el núcleo de la finca inicial. La casa, con un balcón enrejado, me cautivó de inmediato y aún la conservo con asombrosa nitidez en mi memoria Hay lugares que emiten extrañas radiaciones, como fuentes de donde manan hilos de misteriosas e inexplicables naturalezas.
III
La gente allí, y en su mayoría, se muestra extremadamente cerrada, aunque lo primero que cabe decir es que allí la gente ha desaparecido. El lugar parece abandonado. Si he dicho que la mayoría es porque hubo gente -por poca que hubiera- que enseguida quiso hablar con nosotros de un modo natural, educada y abiertamente, como
Robert y Sofía. El resto de la gente parecía ocultarse. Por prudencia, por miedo, por lo que sea.
Desde un principio me llamó la atención cómo cada vez que me internaba en el poblado, dos personas -varones siempre- aparecían a una distancia no inferior a treinta metros. Eran como si fueran los vigilantes secretos del poblado, la guardia pretoriana, los guardianes de un tesoro o los guardaespaldas del mismísimo
Satán.
Cuando
mi aliado entró en juego cambió la cosa. En vez de una pareja aparecía un coche que nos seguía. Una escolta no deseada que nos era más incómoda que amenazante, que también. El colmo fue cuando al empezar a entrevistar a un lugareño -trípode mediante- el coche que nos seguía aparcó justo al lado, sin apagar el motor. Ya se irá, -pensamos ingenuamente. Luego, al intentar grabar en otra dirección se puso delante y nos increpó que dejásemos de grabarle. Tiene cojones. Tras un pequeño rifirrafe lógico-verbal -éramos tres contra uno- tiró hacia delante. Aquel coche estaba allí para impedir de algún modo que habláramos con aquel señor. ¿Muy raro, no? Creíamos que no era tan peligroso preguntar por el origen de la finca. Quién nos manda.
Todo quedó ahí, y efectivamente, cuando mi aliado revisó la cinta los audios no servían para nada, demasiado ruido alrededor, la conversación apenas era inteligible. Algo sumamente sospechoso que dispara el interés y la imaginación de cualquiera. Es preferible no indagar y ceñirse a la idea inicial de hacer una breve presentación del estado en el que se encuentra la finca en la actualidad. Siempre es buen consejo aquel que te disuade de meter las narices en los asuntos de tus vecinos.