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Sigo rondando el deteriorado centro comercial instalado en el corazón mismo de Orcasur. Como un gato atraído por esa enorme ratonera, esquivo hoy la miseria que destila tanto abandono y podredumbre para anclar mis ojos en los exquisitos vértices de su límpida y diáfana arquitectura.
Dos grandes rampas en espiral forman caracoles en su interior que se elevan al primer piso. Allí otros dos gatos husmean distraídamente. Los caracoles posibilitan un acceso inmejorable a los carritos y a los ancianos, y dan juego raudo a los niños, a los patines y bicicletas. De todo aquello no hay hoy nada, sólo el esqueleto de los caracoles que recogen el eco agrio de los cientos de latas de cerveza vacías que se apilan a sus pies.
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