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No poseer nada. Y que nadie ni nada te posea.
Desestimada tragedia.
Mi reino está vacío y mi rebaño tan disperso se encuentra
que dudo sí oveja o cabra alguna me pertenece,
o soy yo la única cabeza de ganado que hay que contabilizar.
Y sí así es, como en efecto es, me pondré una corona
con las hierbas y ramas que pasto.
Un recurso absurdo depender de ornamentos y de ridículos
ritos que a menudo me da resultado.
Al menos para seguir creyendo en causas perdidas.
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Qué fácil poetizar hoy en las entrañas de la miseria, cuánto despojamiento del alma, cuánta belleza a mis pies desnudos. Ayer no tuve ni bicicleta para ir a mi prado sagrado, me habían sancionado por un motivo desconocido. Me jodió, por supuesto, pero no me quedé de brazos cruzados: me puse en camino a buen ritmo. En veinte o veinticinco minutos ya estaba en contacto con lo divino (que no puede ser más terrenal). Qué sencillo, qué locura más honda me mueve, qué artificio de dioses y cuánta calumnia para advertir que lo único sagrado es lo que se hace por convicción propia.
El monarca Petroglobo es un rey de sí mismo a la fuerza, por dictamen o gracia de las circunstancias del mundo en que vivimos. Su coronamiento mismo fue un acto de renuncia. Asqueado del mercado laboral y de la situación de perenne crisis abandona el reino del mundo y se mete de lleno en la búsqueda del suyo, creado a su imagen y según sus gustos. Escapa de este reino (del ruido y la abundancia) sin nada, y sube al cielo montado en globo, inflando más y más y más su transparente y frágil burbuja de jabón.
El artista siempre ha sido un solitario empedernido. Distinto es sentirse solo; eso sería lo grave.
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