Wednesday, 25 July 2012

MILAGROS CASUALES (de cómo algunas obras se salvaron de ser enterradas vivas)



"La vida es tan horrible que el único medio de soportarla es evitarla, viviendo en el arte, en la búsqueda incesante de la verdad dada por la belleza."
Gustave Flaubert
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El pasado domingo, aprovechando la jornada de santo descanso, fui a revisar todo el perimetro de la desaparecida pradera. Tenía que salir del estado de shock en el que me encontraba, por lo que era necesario una inspección exhaustiva del territorio, del espacio que por tanto tiempo ocupé con mis obras, y lo quería hacer con total calma, con tiempo y sin máquinas que me impidieran ir a mi aire.

Y me puse en dirección al origen del tinglao, allá cerca de Islazul, por el camino aledaño al Parque tecnológico, por el camino que llamo de los toboganes. Revisé la vía muerta que está de paso, donde por cierto comprobé que ya falta la mitad de los raíles, y atroché campo a través hasta plantarme frente a la maquinaria aparcada que opera en el lugar.



Más adelante divisé una caseta y al guarda con chaleco naranja florescente que agachado parecía estar haciendo aguas mayores, y salí de dudas cuando a medida que me acercaba él hacía uso del papel y se frotaba las manos. Joder qué escena, campestre desde luego. El caso es que le pregunté sin mayor preámbulo qué demonios iban a construir por allí, a lo que me contestó que un polígono y algo de coca-cola, en un español tosco y trabado. Qué asco, pensé por todo. Rápido le dí la espalda y saqué la cámara, y cuando iba ha disparar se apresuró para prohibírmelo. -¿Cómo, pero qué dices? Discutimos un rato hasta que me dí cuenta que de nada me  serviría cruzar más palabras con aquella letrina con patas. Por supuesto, cuando nos separaban cien metros hice cuantas quise, sin que abriera más la boca aquel apestoso sumiso.


Documentado queda parte el desmonte del terreno, los cimientos de aquella gran obra que está enterrando a la mía. Y de vuelta por la pista que une los extremos del campo, volví hacia mi lugar, pasando por el solitario árbol -un olmo-, cruzando los barbechos y subiendo el terraplén de la gran madriguera.




Cuando por fín llego arriba, al extremo oriental de la pradera, veo cómo las montañas de tierras desplazadas por las máquinas han dejado un espacio sin cubrir. Amigos, cuando me iba acercando e iba viendo cómo aparecían casi intactas las arcaicas obras, sentí una mezcla de  alivio y gozo, como si una suerte de salvación, de milagro, se hubiera producido. Y es que no debemos dar nada por supuesto hasta que no lo hemos comprobado bien por nosotros mismos, por muy malos que sean los presagios.




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