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En una de las entradas del blog Una limonita, caballeroo, Rubén Gracia hace mención a una confusión que puede provocar el nombre de este blog. El amigo Rubén siempre pensó que aquí se destilaba dadaísmo, una corriente de las vanguardias sumamente interesante. En alguna entrada yo mismo he jugado con esa ambigüedad, me vale, pero en una ocasión le puntualicé que el sentido primero es el del verbo DAR. La piedra ha sido dada a los humanos para que tomen conciencia de su vida, para que la contrapongan a la muerte, para que modulen la eternidad, para que penetren en el misterios de las cosas que existen.
Desde el monolito de Kubrich, pasando por todo el instrumental lítico prehistórico, por los restos del megalitismo, por los relieves asirios, aztecas, por las pirámides egipcias, por la escultura griega y romana, etc, prácticamente toda civilización ha sido marcada en piedra en su afán de perdurar en el tiempo y en la memoria. La cantidad de referencias al respecto es ingente y puede llevarnos una eternidad nombrarlas y comentarlas aunque sea someramente. No es mi propósito.
Ya sabéis que cada cierto tiempo me doy la molestia de aclarar mi hallazgo. Pero hoy busco publicidad en tierra de nadie. Carteles por los suelos, por las explanadas donde aún pastan algunas ovejas, y saltan las liebres y las perdices, y acampan tipos como Richard Long. A falta de financiación (inútil buscarla) y en estado de ruina económica y moral, he decidido nombrar el lugar que amo, presuntamente con una doble intención. Lo he ensuciado con la huella de la letra, del alfabeto, para hacerlo mío, temporalmente, efímeramente. Al firmamento tengo por testigo. Aunque quién sabe, también me sirve para fijar el lugar de mi enterramiento. Sin lápidas el enclave se me antoja perfecto.
Qué saben los salvajes de lo salvajes que somos los civilizados. Qué concepto es ese, a quién sirve. Sabían ellos que eran salvajes o se creían civilizados. El salvaje es un mito que no entiende de mitos, el salvaje es un hombre libérrimo que no entiende otra lógica que la del sentido común. Pero hoy todo es más salvaje que hace quinientos años y nadie recuerda ya a Bartolomé de las Casas.
Yo sólo aspiro a quedarme con una tierra, irme y volver como un nómada que marca estacionalmente sus territorios. La marca es el dolmen, el menhir, la taula, la naveta, el zigurat, la sombra del Coloso. La marca es la intervención en el lugar, la voluntad de lo estable en la tierra sin dios.
He dejado de ser el primitivo ser que soy para hacerme un lugar en el hombre moderno que convive conmigo. He puesto el nombre de mi maltrecha y silenciosa empresa sobre el manto de primavera, como un agricultor que siembra en tierra baldía. Qué despropósito, Cándido, qué despropósito. Y puedo escuchar a la tierra la negación de estos frutos como futura cosecha. No es asunto suyo, -me dice. Más bien la siembra está aquí, en los terrenos cibernéticos del pixel y el link. No hay prisas, siempre me recuerda la piedra, qué jodía, como si yo también fuera de piedra.
A fuego lentísimo se cocinan las mentalidades, la mía la primera que sabe que bulle en una gran cazuela y recuerda palabras del viejo maestro: " Hay una crisis en la sociedad, por lo que sea, y entonces hace que en esa crisis intervenga el artista, ¿para qué? Para crear un nuevo tipo de sensibilidad para la sociedad, porque la sensibilidad que crea el artista es un producto social: hay que devolver la sociedad al pueblo. El arte sirve para crear al hombre." Ay, Jorge Oteiza, qué haría yo sin tí, que me ayudas a cerrar este post tan acertadamente.
Desde el monolito de Kubrich, pasando por todo el instrumental lítico prehistórico, por los restos del megalitismo, por los relieves asirios, aztecas, por las pirámides egipcias, por la escultura griega y romana, etc, prácticamente toda civilización ha sido marcada en piedra en su afán de perdurar en el tiempo y en la memoria. La cantidad de referencias al respecto es ingente y puede llevarnos una eternidad nombrarlas y comentarlas aunque sea someramente. No es mi propósito.
Ya sabéis que cada cierto tiempo me doy la molestia de aclarar mi hallazgo. Pero hoy busco publicidad en tierra de nadie. Carteles por los suelos, por las explanadas donde aún pastan algunas ovejas, y saltan las liebres y las perdices, y acampan tipos como Richard Long. A falta de financiación (inútil buscarla) y en estado de ruina económica y moral, he decidido nombrar el lugar que amo, presuntamente con una doble intención. Lo he ensuciado con la huella de la letra, del alfabeto, para hacerlo mío, temporalmente, efímeramente. Al firmamento tengo por testigo. Aunque quién sabe, también me sirve para fijar el lugar de mi enterramiento. Sin lápidas el enclave se me antoja perfecto.
Qué saben los salvajes de lo salvajes que somos los civilizados. Qué concepto es ese, a quién sirve. Sabían ellos que eran salvajes o se creían civilizados. El salvaje es un mito que no entiende de mitos, el salvaje es un hombre libérrimo que no entiende otra lógica que la del sentido común. Pero hoy todo es más salvaje que hace quinientos años y nadie recuerda ya a Bartolomé de las Casas.
Yo sólo aspiro a quedarme con una tierra, irme y volver como un nómada que marca estacionalmente sus territorios. La marca es el dolmen, el menhir, la taula, la naveta, el zigurat, la sombra del Coloso. La marca es la intervención en el lugar, la voluntad de lo estable en la tierra sin dios.
He dejado de ser el primitivo ser que soy para hacerme un lugar en el hombre moderno que convive conmigo. He puesto el nombre de mi maltrecha y silenciosa empresa sobre el manto de primavera, como un agricultor que siembra en tierra baldía. Qué despropósito, Cándido, qué despropósito. Y puedo escuchar a la tierra la negación de estos frutos como futura cosecha. No es asunto suyo, -me dice. Más bien la siembra está aquí, en los terrenos cibernéticos del pixel y el link. No hay prisas, siempre me recuerda la piedra, qué jodía, como si yo también fuera de piedra.
A fuego lentísimo se cocinan las mentalidades, la mía la primera que sabe que bulle en una gran cazuela y recuerda palabras del viejo maestro: " Hay una crisis en la sociedad, por lo que sea, y entonces hace que en esa crisis intervenga el artista, ¿para qué? Para crear un nuevo tipo de sensibilidad para la sociedad, porque la sensibilidad que crea el artista es un producto social: hay que devolver la sociedad al pueblo. El arte sirve para crear al hombre." Ay, Jorge Oteiza, qué haría yo sin tí, que me ayudas a cerrar este post tan acertadamente.
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