Noviembre 2010
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Nuevamente he cogido una bici municipal y he huido del barrio, dejando atrás todas las edificiaciones hasta llegar al río Butarque. Siguiendo su curso se cruza por debajo de la M-45. Siempre hago una parada allí, asombrado siempre, extrañado de la velocidad que alcanzan los vehículos por encima de mi cabeza en contraste con toda la quietud y serenidad que mis ojos ven. Corta el cielo dos enormes vías paralelas que no dejan de atronar. Nada se detiene allí arriba, todos pasan a más de ochenta kilómetros por hora, y yo debajo, parado, y de larga duración. Pronto tendré que grabar ese lugar, esa situación. La autopista marca un límite, una frontera entre dos mundos: el del orden humano, y el del orden sagrado. La autopista es un puente elevado que se cruza por debajo, un tunel abierto, un tejado sónico, una barrera de sonido que zumba y hiere a los oídos de los humanos.
A principios de septiembre hice mi primera incursión por esa zona. Encontré lugares muy ricos, espirituales de tan terrenales, santos de tan sencillos. Entre ellos unos árboles bajo los cuales había piedras, un conjunto admirable, esparcidas, en buen número. Para mí, todo un tesoro a mi disposición, entendiendo tesoro como trabajo, como la posibilidad de tener delante la materia necesaria para empezar a jugar con seriedad. Amigos, ya me conocéis, el pulso se acelera y esas cosas. Ese es mi trabajo; siempre lo digo. Ese es mi lugar, en donde vivo, amo, duermo y lucho. Ese es mi sentido de hacer en el mundo, o al menos una de mis constantes vitales.
Pues bien, por aquel entonces, inicios de septiembre, dejé en ese mismo lugar algunas composiciones, varios caretos aquí y allá. Cuando hoy he vuelto a verlos se habían transformado. Es lógico, por allí pastan ovejas y husmean perros y picotean urracas, palomas, delgadas perdices y otras alimañas. También había cambiado el tapiz del suelo, del amarillo del secarral al verde de las jóvenes hierbas. Había pasado un tiempo, dos meses escasos, y, como era de suponer, ahí mismo tenía los cambios. Pentaxamón en mano y a recoger unas instantáneas, entre ellas las que aquí os muestro.
El siguiente paso ha sido reconstruir los caretos, algunos con piezas nuevas. Más dos incorporaciones. La familia va creciendo en la medida que por otros lares va desapareciendo. Esperaré a verlos con agua, con nieve, y hasta cubiertos totalmente de maleza. Así es el tiempo, y así soy yo de aburrido. Contemplo el cambio; pero yo no cambio.
A principios de septiembre hice mi primera incursión por esa zona. Encontré lugares muy ricos, espirituales de tan terrenales, santos de tan sencillos. Entre ellos unos árboles bajo los cuales había piedras, un conjunto admirable, esparcidas, en buen número. Para mí, todo un tesoro a mi disposición, entendiendo tesoro como trabajo, como la posibilidad de tener delante la materia necesaria para empezar a jugar con seriedad. Amigos, ya me conocéis, el pulso se acelera y esas cosas. Ese es mi trabajo; siempre lo digo. Ese es mi lugar, en donde vivo, amo, duermo y lucho. Ese es mi sentido de hacer en el mundo, o al menos una de mis constantes vitales.
Pues bien, por aquel entonces, inicios de septiembre, dejé en ese mismo lugar algunas composiciones, varios caretos aquí y allá. Cuando hoy he vuelto a verlos se habían transformado. Es lógico, por allí pastan ovejas y husmean perros y picotean urracas, palomas, delgadas perdices y otras alimañas. También había cambiado el tapiz del suelo, del amarillo del secarral al verde de las jóvenes hierbas. Había pasado un tiempo, dos meses escasos, y, como era de suponer, ahí mismo tenía los cambios. Pentaxamón en mano y a recoger unas instantáneas, entre ellas las que aquí os muestro.
El siguiente paso ha sido reconstruir los caretos, algunos con piezas nuevas. Más dos incorporaciones. La familia va creciendo en la medida que por otros lares va desapareciendo. Esperaré a verlos con agua, con nieve, y hasta cubiertos totalmente de maleza. Así es el tiempo, y así soy yo de aburrido. Contemplo el cambio; pero yo no cambio.
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