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Estábamos dando vueltas por Madrid, de bares y garitos. Yo y todos mis amigos, sin excepción, preferimos la barra a las mesas. Las mesas sólo para comer; para beber, para abrevar, la barra es el mejor lugar. Donde se cuece todo y se puede admirar el paisanaje más selecto de cada barrio, por no decir de la psicología del tabernero de turno. La barra es el lugar donde se ubica el ser sin amparo, hastiado del hogar, del trabajo o de la soledad. Son centros sociales de una sociedad alcoholizada. Allí es donde se encuentra el altar y el confesionario a la par, donde las botellas se antojan santos apóstoles en disposición románica. Parroquianos somos, creyentes de una religión beoda pero cierta, donde el clímax roza la intoxicación etílica. Pero para el resto, esta religión no pasa de formalismos y se contenta con salir de allí, del templo o la capilla, con la razón desmejorada, o iluminada por los fuegos de la ebriedad. En muchos casos esta actitud de vida rebela una evasión necesaria, y en otros una pasmosa inmadurez.
Iba a hablaros de cómo me encontré con una tira negra y de cómo la hice pedazos para ir componiendo nuevos "esqueletos" antropomórficos. Pero desde el principio la aparición del bar ha eclipsado mi experiencia artística. Como dice un gran amigo, basta tomarse una caña con alguien para hacerse la idea de la clase de persona que es. Lugar de conocimiento del mundo, y vía de escape a la vez. Porque el mundo es una inmensa habitación que a veces tienes que abandonar para tomar aire fresco. Si, queridos amigos, es tanto como decir que el mundo frecuentemente apesta. Pero para ser más precisos y objetivos tenemos la obligación de advertir que nosotros, habitantes inmaculados, también hemos adquirido ese olor desagradable.
Dejo los asuntos aromáticos para centrarme someramente en el movimiento de los seres que hoy aquí expongo; en la inercia que corre y baila con nosotros cada mañana, cada tarde, cada noche. Poner la atención en el movimiento, en la articulación de los miembros que despiertan, puede aportarnos un deleite máximo. Nada más parecido a la vida, nada más efectivo para alejar los fantasmas de la muerte y espantar los miedos de lo posible. Lo corpóreo se abre paso y la voluntad monta los caballos del movimiento. Salta y mantente un segundo en el aire: pasarás a formar parte de un revuelo de ángeles. Pero mientras, quieto en barra.
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Iba a hablaros de cómo me encontré con una tira negra y de cómo la hice pedazos para ir componiendo nuevos "esqueletos" antropomórficos. Pero desde el principio la aparición del bar ha eclipsado mi experiencia artística. Como dice un gran amigo, basta tomarse una caña con alguien para hacerse la idea de la clase de persona que es. Lugar de conocimiento del mundo, y vía de escape a la vez. Porque el mundo es una inmensa habitación que a veces tienes que abandonar para tomar aire fresco. Si, queridos amigos, es tanto como decir que el mundo frecuentemente apesta. Pero para ser más precisos y objetivos tenemos la obligación de advertir que nosotros, habitantes inmaculados, también hemos adquirido ese olor desagradable.
Dejo los asuntos aromáticos para centrarme someramente en el movimiento de los seres que hoy aquí expongo; en la inercia que corre y baila con nosotros cada mañana, cada tarde, cada noche. Poner la atención en el movimiento, en la articulación de los miembros que despiertan, puede aportarnos un deleite máximo. Nada más parecido a la vida, nada más efectivo para alejar los fantasmas de la muerte y espantar los miedos de lo posible. Lo corpóreo se abre paso y la voluntad monta los caballos del movimiento. Salta y mantente un segundo en el aire: pasarás a formar parte de un revuelo de ángeles. Pero mientras, quieto en barra.
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